miércoles, 5 de septiembre de 2012

La vela del estudio

Aquel destello de luz encendió una vela que yacía apagada desde hace mucho. Un cirio que debía permanecer extinto, moribundo. Pero aquel brillo centelleó en la noche más cerrada. Como una bengala, prendió todas las telarañas que se amilanaban en las paredes del atormentado corazón, refugiándose en los pliegues de cada una de las noches que aquella seda había tejido como consuelo al llanto desconsolado.

Ahora que aquel incendio estaba descontrolado, que todas las imágenes se inflamaban, que el fuego recorría cada uno de los sentimientos, encendía cenizas pasadas, brasas antiguas, en ese momento, el alma estaba ya perdida. Uno a uno, los baúles cerrados por el devenir del tiempo, enterrados bajo cadáveres de miles de hormigas, inhumados por el fango y el lodo de lágrimas vertidas en la arena, uno a uno, todos, se abrían al estallar la aldaba debido al calor y la vehemencia de las llamas. De ellos brotaban aquellas polillas cuya vida había sido perdonada. Ahora transformadas en mariposas de fuego, los cristales de las ventanas se rompían bajo la presión sometida. Sus voces, como el canto de las sirenas, evocaban a los recuerdos pasados, al dolor y la desdicha. A la felicidad y al cariño.

El fuego consumía todo. Derritiendo, destrozando, devastando, pulverizando. Cae de rodillas el fantasma cinéreo que hasta entonces había reflejado. Los trajes apolillados con sonrisas escondidas entre los pliegues, junto con aquella máscara alegre que siempre les acompañaba. Todo perdido. Bajo las llamas todo se comportaba igual. Bueno o malo, feliz o triste, doloroso o placentero. Todo consumido. Los instintos aullaban al calor, agostados, derrotados.

Una lágrima de plata surca los tueros calcinados, osamenta negra que huele a luto. No queda más que cenizas dentro del estudio. No queda nada. Ni pena ni desdicha. Ni amor. Ni nada que no pueda ser justificado. No hay llanto, ni risas. No queda sufrimiento, no queda alegría. Un paso curioso e incierto se adentra en la sala. Mirando cada rincón de aquel corazón. Sabiendo que en cada uno de esos lugares había algo que debía recordar. Una voz quería advertirle del desastre pasado, pero no era capaz de articular palabras.

Y de entre las cenizas, con sus manos desnudas, temblorosas, rescató un trozo de aquel espejo donde ensayaba todas sus sonrisas. Y pudo ver como allí debajo, reflejado bajo la luz de las estrellas, un pequeño brote nacía llorando rocío...

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