domingo, 25 de abril de 2010

El último cigarrillo

No estaba preparado. Eso era lo único que sabía. No estaba preparado. No. No, no, no y no. No al menos ese día. Era imposible que sucediera. Sin embargo…

Cogió sus cosas y salió de casa. Rápidamente, vio como un gran cíclope le observaba. Intenso, le abrasaba la piel. Tuvo que aguantar su mirada hasta que desapareció en un callejón. Una suave bruma se levantaba en las alcantarillas. Podía escuchar como el humo ascendía, cantando. Le embelesaba. Era como el son de las sirenas, igual de mortífero, igual de bello. Siguió andando. Cruzó una calle, y dos y cuatro más. Corría. Poco a poco iba acelerando su paso. No estaba listo y lo sabía. Pero allí iba, corriendo, a enfrentarse a todos sus temores.


Su corazón le precedía. El sudor se expandía por su cuerpo, como un amargo vino gris, virulento, que le enfermaba desde fuera. Pero no podía pararse. No al menos ahora. Siguió corriendo. Ya estaba cerca. El viento le despeinaba la sonrisa. Una línea tenue, que brillaba por debajo de sus toscos ojos, del color del cielo, pero tan verdes como los mismos ojos de la Madre Naturaleza. Continuó. Se despeinó el hollín de su testa al doblar en una esquina. Estaba nervioso. Sus dedos se hundían en el carbón de su frente, en su pelo de ónice.

De repente, el mundo se paró. Sólo él seguía moviéndose. El tiempo se detenía mientras el continuaba corriendo. Con sus ojos ansiosos de águila, con su ávido oído de lobo. Buscaba algo, pero no sabía qué. Era algo extraño, pero más suyo que nada. Siguió tejiendo su tela de araña. Marchó de un lado a otro. Corriendo, saltando, volando. Esquivando flechas de ojos desconocidos. Cazando liebres con los suyos. Se acercaba el momento, y cuanto más se movía más seguro estaba de que no sería capaz de hacerlo. Era incapaz. Simplemente no podía. Resultaba tan fácil… Pero no. En ese momento no. Cualquier otro día menos ese.

Palpitaron los miedos por su cuerpo. Se despertó en él la cólera y el odio. La ternura y el cariño. Todo lo que hace tanto tiempo guardó. Todas las nubes de verano, las flores de invierno, las raíces de otoño y las bellotas de primavera… Todo se elevaba de nuevo, como un maldito obelisco, negro, baldío. Traía tantos recuerdos. Se olió las manos. Ahí permanecían esos recuerdos. En sus manos. Con ese olor, antiguo, ancestral y tan fresco como si siempre hubiera estado ahí. De nuevo el fuego. El tiempo consumido. La tranquilidad alquilada. Ese olor…

Todas las estrellas le llamaban. Debía continuar. Aunque no quisiera. Ya era tarde, había llegado demasiado lejos. Se frenó. A pensar. Su mente le abandonó. Y voló por páramos y desiertos nevados. Por selvas y sabanas llenas de cebras y jirafas. Por montes y valles. Por el fondo de los mares y sobre el firmamento. Hasta sus huesos y en el último beso que latía en sus labios. Pensó. Tantas, tantas cosas que aún tenía que decir. Tantas noches a luz de la Luna. Tanta lluvia por beber. Tantas canciones en la memoria. Tantas vidas que vivir…

¿Qué haría ahora? ¿Qué no hacer? Ahora tenía una nueva vida por delante. Pero debía sacrificar tantas cosas. Moría. No podía pensar en otra cosa salvo en eso. Moría. Desde ese mismo momento. El sí mismo que conocía se terminaba. Renacía convertido en otro. Un desconocido. Un extraño llevando su pijama. Delante de su propio espejo, con su propia cara, con su propia vida. No quería pero lo deseaba más que nada. Era necesario, pero era lo que acabaría con él. Encendió su último cigarro. De nuevo ese olor… Sabía que no estaba preparado.

Necesitaría toda su fuerza y su atención. Absorbería toda su vida. De nuevo. Repetiría aquello que tanto daño le hizo en el pasado. Moriría de nuevo. Repetía su condena, más fresca y mortífera que nunca.

Dejó la bolsa en el suelo. Llena de colores. Con todos sus anhelos y deseos. Tantas cosa nuevas. Tantas maravillas que se perdían. La feminidad, la caoba bañada en oro. Los cigarrillos. Esa primera calada, con el humo naciendo en su interior, creando tanto portento en su mente. Ese sosiego que se despediría para siempre. Otra vez. Perdería lo que ganó. Y, ¿a cambio de qué? Sólo nuevos colores. Ruido. Sueño. Hambre. ¿Alegría? ¿Orgullo? … ¿Felicidad? Sólo nuevos colores…

Una libélula le distrajo de sus pensamientos. Miró su rostro que le observaba fijamente. Se perdió en sus ojos. Grandes. Como dos soles negros. Eternos como el universo, pero más extensos. Subió por su torso. Fuerte. Con alas de fino cristal. Iridáceas. Que batían el dolor y la melancolía. Y se fijó en su cuerpo. Alargado. Y lleno de tantos colores. Amarillo como el humor. Dorado como la amistad. Naranja como el deseo. Rojo como el amor. Rosa como la candidez. Violeta como la madurez. Azul como el destino. Verde de esperanza. Marrón de senectud. Gris de sabiduría. Negro y blanco, de vida….

Sí, nuevos colores. Claro, alegría, que más podía esperar. ¿No era eso lo que siempre había deseado? Por fin tenía su estrella. Su pequeño arco iris. Nuevos colores para alegrar una vida marrón y gris. Ruido, para despertar todos sus instintos. Sueño, hambre. Hambre de esperanza. Nuevos sueños que perdió en aquel aciago día.

Podría. Claro que podría. Ese olor… ese olor, se lo había dicho. El último cigarrillo. Claro. El último. Si no, los colores se perderían, volvería a teñirse y desaparecer. Porque eso era lo que quería. Más colores. Una sirena. Un jazmín. Nuevos colores y pintar. Pintar para siempre. Más besos, más ruido. Podría. No estaba preparado, pero podría.

Llegó a la colilla. Se despidió para siempre de aquel compañero infatigable. Saludó a la menta y al eucalipto, y mientras pensaba, el sol dobló una esquina.

Podría, si que podría. Sonrió a la vida. Abrazó a su hija. Le dio lo que tenía en su bolsa. Una muñeca disfrazada de payaso. Aquellos colores…

Tomó a la niña de la mano, y se dirigió de nuevo a su casa. Destejiendo la tela de araña. Cambiando sus ojos azules como el hielo, por una flor que abrazaba de nuevo a su pequeña. Reían y cantaban.

Podría. Claro que podría.

lunes, 12 de abril de 2010

Sólo polvo en el viento

Y ya lo dijo Kansas "Just dust in the wind". No somos nada. Nadie es nada. ¿Un famoso? Nada. ¿Un político? Nada. ¿Un inventor? Nada. ¿Yo? Menos que nada.

Insignificantes para con el resto del mundo. Qué somos en comparación con la vastedad del océano. Nada. Alguno se me tirará al cuello. Dirá que somos la cumbre de la evolución. Que hemos nacido para dominar sobre el resto de criaturas. Que estamos aquí para enseñorearnos de la Tierra. No le falta razón en su postura antropocéntrica. La verdad es que nuestro ser podría definirse como un ente pensante que sabe que está pensando. Y eso nos convierte en superiores... y en inferiores.

Esa capacidad refleja la maldad de todos y cada uno. Todos tenemos una dualidad buena-mala. Angelismo-Bestialismo me gusta llamarla a mí. Somos malos por naturaleza. Nos gusta disfrutar. Pero nos duele muchas veces ver como los demás disfrutan. Deseamos el mal. Envidiamos. Criticamos. Hacemos que al gente lo pase mal. Y encima disfrutamos.

La mayoría se preguntará que cuando me he pasado a la canción protesta. Y yo es diré que nunca. Lo que pasa es que a veces leo cosas en los periódicos que no me gustan. El domingo leí una noticia... Una joven de 15 años se había suicidado en EE UU. Sus compañeros la insultaban constantemente. Le llamaban zorra irlandesa. Todo por ser nueva. No pararon hasta que la pobre chica no aguantó más. En el instituto lo sabían. Cómo no saberlo. Sin embargo no hicieron nada por ayudarla. Y ahora... ¿qué hacen? Igual que antes. Nada. Sus compañeros, lejos de arrepentirse, se regocijan. "Lo hemos conseguido" Dijo uno de ellos en una de las redes sociales donde habían expresado la muerte de la joven.

Qué bonito es eso... No contentos con hacerla sufrir, aún se alegran...

Esa maldad es la que me hace sentirme mal por ser humano. Es eso lo que me hace negar la esencia de mi humanidad. No entiendo el juego de la vida. Porque al fin y al cabo, polvo somos... polvo en el viento. Unos granos de polvo que no le interesan a nadie. Su familia rota. Pero aquellos que la llevaron al suicidio están en la gloria.

Motas de polvo que flotan.... alejándose en el viento. Llevándonos a un sitio en el que todos tenemos el mismo papel. Ninguno....

martes, 6 de abril de 2010

Por qué lo llaman amor...

Sí lo sé. Es un típico tópico. Es un tonto tópico típico. Pero tiene tanta razón, que casi nada tiene sentido a su alrededor. Y eso sí que no hay quen me lo discuta.

Porque el amor son reacciones químicas en nuestro cerebro. La culpa la tienen las endorfinas. Esas hormonas mágicas que producen la sensación de amor y el bienestar producido. Bien machote, bien. Siglos y más siglos de romanticismo en la literatura. De odas al amor. De poemas (inverosímiles, pero hermosos) con ese tema. Y resulta que todo al final era un chute de drogas. Aunque por otra parte... vaya alivio...


Porque llegas a una edad que ves que todos se emparejan. Y los que no... mal rollito. Bueno, mal rollito a menos que liguen. Pero si no ligas... eso si que es mal rollito. Aunque eso lo dejaremos para otra entrada, que son demasiados los motivos. La cosa es que ves como todos avanzan en ese aspecto de sus vidas. Y mientras tanto, tú, ahí parado. Como el que oye llover. Tan feliz, sentado ricamente al borde de los acantilados. Sintiendo la brisa acariciar tus pies. Y es la única bonita sensación que tienes. Vamos, lo único que sientes, hablando en plata.

Y claro... luego te preguntas. ¿Y si nunca he sentido ese amor más allá del Filotes (a familiares y amigos)? ¿Dónde está ese Eros que tanto me prometían al abandonar la niñez? ¿Es qué no me funcionan las endorfinas? Por supuesto, sientes algo.... algo nace en tu interior cuando ves a aquella joven, tan guapa, tan esbelta. Aquella que te hace reir y que hace que se te erice el pelo cuando te toca...

El problema suele ser que lo que crece en tí no es amor.... es una erección que está a apunto de hacer estallar tus pantalones... Vamos que la echabas de España a empujones... ¿Por qué lo llaman amor si se refieren a sexo?